Guerreros Amantes

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martes, 6 de abril de 2010

La Diva




Llego al estudio de televisión, en un barrio al norte de Miami, y saludo a Guillermo, el guardia colombiano, en su uniforme color café y su sombrero de ala ancha. Bajo de la camioneta, saludo a los guardias afroamericanos, uniformados como la policía montada, y paso por el salón vip, donde suelen esperar los invitados al programa. Todavía no ha llegado nadie. Saco una banana y una barra de granola.

De pronto, oigo unos ruidos extraños, como los de un animal rasguñando una pared o caminando en el techo. Pienso: Deben de ser gatos techeros o roedores que vienen por la comida. Voy al cuarto de maquillaje. La Mora, una cubana encantadora que llegó en balsa y estuvo presa en Guantánamo, me maquilla con esmero, muy suavemente. Es lo mejor de salir en televisión: que alguien te acaricie el rostro con delicadeza, como ya nadie te lo acaricia en la vida misma, mientras te cuenta chismes envenenados sobre los famosos que conoció o dice haber conocido. Poco después llega la invitada. Es una mujer bella y famosa. Es cantante y actriz. La acompaña un séquito de asistentes, peluqueros, publicistas y socorristas de asuntos ínfimos. Uno de ellos lleva varios vestidos como si llevara un tesoro incalculable.

La diva elegirá, llegado el momento, cuál se pondrá esa noche en mi programa. Esa incertidumbre crea una tensión que se puede respirar en el aire. Uno podría preguntarse por qué la dama no eligió el vestido en su casa o en la suite del hotel. La respuesta parece obvia: si alguien no le cargase los vestidos con tan conmovedora devoción,quizá no sería una diva o no lo parecería, que es tan importante como serlo.

Saludo a la bella dama. Le digo que la admiro mucho. Puede que esté exagerando. Ella me dice lo mismo. Sospecho que exagera también. Es la televisión. Todo es mentira. La naturaleza misma del encuentro es de una falsedad innegable. Ella y yo simularemos un considerable interés por la vida del otro, pero el propósito verdadero que anima el encuentro es uno bien distinto del afecto o la curiosidad periodística: el de ella, promocionarse, que la vean muchas personas, que compren su disco, y el mío, por supuesto, cobrar. Si no estuviéramos frente a las cámaras, si no me pagasen, ¿nos haría tanta ilusión conversar las mismas cosas en un café, a solas? ¿Nos diríamos tantas lisonjas y zalamerías? ¿Nos juraríamos un próximo encuentro a sabiendas de que nunca ocurrirá?

De cualquier modo, la invitada es un encanto y por eso no necesito recurrir a mis fatigadas dotes histriónicas para hacerle saber que me cae bien. Quizá podría tomar un café con ella y reírme sin fingir una sola risa.

Ahora estamos en el salón vip. Comemos cosas grasosas, a pesar de que también han servido abundante comida japonesa, a pedido de la diva o de sus representantes, quienes parecen más ávidos por comer y beber que su patrocinada. La diva y yo, masticando papas fritas, nos decimos mentiras dulces, convenientes. Persiste, inquietante, el ruido de algo que sólo podría ser un animal casi tan hambriento como las señoras publicistas de la diva. Poco después, ella, la bella dama en cuestión, la estrella de la noche, se enfrenta a la decisión crucial, lo único que de verdad parece preocuparle: qué vestido ponerse, con qué aretes acompañarlo, cuál sería entonces el matiz apropiado del colorete en sus labios.

Sus áulicos y turiferarios esperan el momento con un comprensible estremecimiento. Algo, sin embargo, se interpone en el camino entre ella y sus vestidos relucientes (y sin asomo de arruga alguna).

Es una rata, que ha salido de su madriguera, debajo del sillón de cuero gastado, y mira fijamente a la diva sin el afecto o la devoción que nosotros le prodigamos. Es una rata grande, gorda, insolente, desafiante. Puede incluso que no sea una rata, que sea pariente de una rata, alguna criatura aviesa de la familia de las ratas. La diva, como era de esperarse, da un alarido de espanto y deja caer un rollo de comida japonesa (palta, queso cremoso, langostino), aterrada por la aparición del voluminoso roedor. La rata chilla, pero no huye. Al parecer hambrienta, se acerca al enrollado y lo olfatea. Los asistentes gritan, llenos de pavor, y salen corriendo con los vestidos agitándose y acaso arrugándose. En un momento de rabia, pierdo el control y le arrojo una lata de coca-cola a la intrusa. Para mi mala suerte, no le acierto. La rata, al verse agredida, nos mira como nunca me había mirado una rata, es decir, con un aire de superioridad física e incluso moral, y se decide a atacarnos. Naturalmente, como es una rata, y como odia la belleza, ataca a la diva, mordiéndola en el tobillo descalzo. La diva no puede tolerar esa imagen escalofriante, la de una rata gorda y peluda hincando sus dientes en la piel suavísima de sus pies, que ella ha cuidado con tanta minuciosidad.

Luego la rata huye y la diva se desmaya en el sillón de cuero gastado y alguien llama a la emergencia médica. Poco después, cuando la diva recobra el conocimiento y es confortada por los socorristas y abanicada por su delicado séquito de eunucos, pronuncia unas palabras secas y memorables:
—¡Una rata de mierda no va a joder mi carrera! ¡Tráiganme los vestidos!






Fracmento del Libro -El Canalla Sentimental-Jaime Baily

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